La devoción católica a la Preciosa Sangre de Cristo nos permite adorar al Señor Jesús reconociendo, con gratitud y amor, el valor de su sacratísima sangre.
Sobre ella trata la carta apostólica “Inde a Primis” del papa Juan XXIII sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia tiene instituida la fiesta litúrgica de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, el día 1 de julio. La catedral de Westminster está dedicada a la Preciosísima Sangre de Cristo. Si el mes de junio es dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, el mes de julio está dedicado a su Preciosísima Sangre.
Estas celebraciones ayudan a centrar la mirada, la atención y la fe en el misterio del Amor de Dios encarnado, a conocer que Cristo, derramando su sangre, nos ha ofrecido y ofrece su amor, fuente de reconciliación y principio de vida nueva en el Espíritu Santo. Hemos sido rescatados con “una sangre preciosa”, la de Cristo (1 Pe 1,19).
La devoción a la Sangre de Cristo es un acto de amor y de respeto al misterio insondable del Amor y de la Misericordia divinas. En este sentido esta devoción es más que lícita y válida. Para darnos cuenta de los alcances del derramamiento de sangre de nuestro redentor, citemos –entre tantos- sólo un ejemplo. San Pablo dice que “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1), y esta libertad tuvo un precio alto: la vida, la sangre del redentor. La Sangre de Cristo es el precio que Dios pagó por librar a la humanidad de la esclavitud del pecado y sobre todo de la muerte eterna.
Y la Iglesia conmemora el misterio de la Sangre de Cristo, no sólo en la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Señor, sino también en otras muchas celebraciones. El valor y la eficacia redentora de la Sangre de Cristo son objeto de memoria y adoración constante, por ejemplo, en dos momentos claves: el Viernes Santo durante la adoración de la cruz, y en la exaltación de la Santa Cruz.
La veneración de la Sangre de Cristo ha pasado del culto litúrgico a la piedad popular, en la que tiene un amplio espacio y numerosas expresiones: El Vía Sanguinis, la hora de adoración a la Preciosísima Sangre de Cristo (la alabanza y la adoración de la Sangre de Cristo presente en la Eucaristía), las Letanías de la Sangre de Cristo (el formulario actual, aprobado por el papa Juan XXIII), la Corona de la Preciosísima Sangre de Cristo, en la que con lecturas bíblicas y oraciones son objeto de meditación las piadosas siete efusiones de Sangre de Cristo.
Entonces la devoción a la Preciosísima Sangre de Cristo lleva necesariamente a relacionarnos directamente con Él. La Preciosísima Sangre nos lleva a dar gracias a Jesús, valorando su sacrificio redentor que, mediante su sangre, nos ha lavado los pecados llevándonos a la vida eterna. Tiene un carácter propiciatorio. La Sangre de Cristo se pone entre la santidad de Dios y nuestro pecado propiciando el perdón y la reconciliación.
El culto de la Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, prenda de salvación y de vida eterna, que los fieles la hagan objeto de sus más devotas meditaciones y más frecuentes comuniones sacramentales.
Porque, si es infinito el valor de la Sangre del Hombre Dios e infinita la caridad que le impulsó a derramarla desde el octavo día de su nacimiento y después con mayor abundancia en la agonía del huerto, en la flagelación y coronación de espinas, en la subida al Calvario y en la Crucifixión y, finalmente, en la extensa herida del costado, como símbolo de esa misma divina Sangre, que fluye por todos los Sacramentos de la Iglesia. Es no sólo conveniente sino muy justo que se le tribute homenaje de adoración y de amorosa gratitud por parte de los que han sido regenerados con sus ondas saludables.
Que la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así sea. De tal manera que los fieles que se acerquen a él dignamente percibirán con más abundancia los frutos de redención, resurrección y vida eterna, que la sangre derramada por Cristo «por inspiración del Espíritu Santo» mereció para el mundo entero.
Y alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hechos partícipes de su divina virtud que ha suscitado legiones de mártires, harán frente a las luchas cotidianas, a los sacrificios, hasta el martirio, si es necesario, en defensa de la virtud y del reino de Dios, sintiendo en sí mismos aquel ardor de caridad que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo: «Retirémonos de esa Mesa como leones que despiden llamas, terribles para el demonio, considerando quién es nuestra Cabeza y qué amor ha tenido con nosotros…”
“Esta Sangre, dignamente recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo Señor de los ángeles… Esta Sangre derramada purifica el mundo… Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la Iglesia…”
“Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras pasiones. Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta cuándo dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos los beneficios que el Señor se ha dignado concedernos, seamos agradecidos, glorifiquémosle no sólo con la fe, sino también con las obras».